viernes, 1 de diciembre de 2017

EL PRIMERO DE DICIEMBRE

Son las seis y media del primer día de diciembre y ya es de noche. Hace frío. Acabo de encender la calefacción tras apagar el brasero del sofá. La gata está jugando con unos auriculares que até al pomo de la puerta del salón hace unas semanas. En el suelo tiene un par de cajas vacías, un pequeño cesto de mimbre y unos cuantos tapones de garrafas de agua y botellas de whisky que voy renovando conforme los pierde bajo el sofá. Pero ahora mismo anda obcecada con los auriculares, ansiosa por arrancarlos de su cable: corre, salta, muerde, araña, se va y vuelve otra vez. A veces es tal su ansia que se estrella contra la puerta. Entonces exhala fuerte, agita la cabeza, se queda mirando su presa y echa una carrera hacia la puerta de entrada para pensárselo mejor en la oscuridad donde nadie la ve. Y enseguida vuelve a la caza. Creo que esta noche lo conseguirá antes de que nos vayamos a dormir.

Ayer fuimos al veterinario por su cuarta vacuna. Llegamos y la recepcionista, una chica joven que no conocíamos, estaba hablando por teléfono de un asunto particular. Acabó dando su nombre y sin siquiera mirarnos preguntó. Yo le dije por qué estábamos allí y nos envió a una habitación contigua después de consultar con su ordenador. Era diminuta, de unos 5 metros cuadrados. Había una mesa metálica a un lado, una papelera debajo y otra mesa en el fondo con un ordenador y algunos botes medicinales. Los azulejos eran de vivos colores, como de guardería. Coloqué el porta sobre la mesa de operaciones y abrí la reja. La gata se lo pensó hasta que salió. Después olisqueó con sumo cuidado y poco a poco fue mirando todo lo demás. Saltó a la otra mesa para reconocerla de la misma manera. Y ya conforme dio otro salto hacia el suelo. Por allí andaba cuando Brutus, el perro de un chico joven, entró en escena. No lo vimos, pero ella puso las orejas tiesas y yo cerré la puerta. Luego Brutus cruzó el pasillo con su amo hacia la sala de espera y ella me miró y la subí a la mesa.

Al rato llegó la chica de la última vez, una treintañera un tanto ajada, alta y muy delgada, de manos grandes y huesudas, enrojecidas y llenas de pequeños arañazos. De mirada grande, oscura y triste, nariz prominente y boca pequeña y descolorida, con profunda voz nos dijo lo que iba a hacer mientras alababa la belleza de mi gatita. Entonces recordé que al coger la tarjeta veterinaria había visto que la catalogaban como macho cuando me habían dicho que era hembra. Se lo dije con la esperanza de que así fuera. Ella dijo que a veces se equivocan cuando son tan jóvenes como la mía, pero la cogió para verle el culo y con mi ayuda acabó por certificar que sí, que era hembra. Miró en el ordenador, vio el error y dijo que pronto sería corregido. Sacó la vacuna, agarré a la gata contra la mesa, la veterinaria le puso el jeringazo allí donde estos magníficos animales no llegan a lamerse, la gatita aulló como las otras veces pero esta no alcanzó a arañarme. Y Berenice puso otro sello en la jodida tarjeta y me preguntó si la habían desparasitado más veces tras la primera, hace un par de meses. Dije que no y respondió que había que darle una pastilla. También me habló de la próxima esterilización, inevitable en mi caso, y de un microchip, cosa que terminó de abrumarme. Cogí a la gata y de no muy buena gana entró en su jaula. Volvimos a recepción y ya estaba la chica habitual, la gobernanta, una que aún no siendo vieja tiene facciones de bruja pero al menos te mira a los ojos cuando te habla. Berenice le dijo que me diera una pastilla y no sé si fui yo o ella la que habló de esterilización, pero fraü Brugger cogió el envite, sacó un libraco y enseguida me explicó los precios del proceso: "Esterilización, tanto; anti-inflamatorio, tanto; nosequé, tanto; microchip, tanto"

- ¿Pero el microchip es necesario? -dije- Yo vivo en un piso y no sale de ahí
- Ya, pero es obligatorio...aunque no mucho -terminó por decir viendo mi cara de terror.

Pagué la vacuna y la pastilla y nos fuimos de allí. Paré a comprar tabaco y el cabrón del estanquero casi se me puso a llorar sobre el hombro a cuenta de lo mal que decía le iban las cosas. Pensé que si estuviera como yo, haría tiempo que se habría volado los sesos con uno de esos escopetones que usa para matar animales en sus cacerías privadas. Alucinado por toda la secuencia vivida llegué a casa con la gata maullando en el asiento de al lado.

"Doscientos cincuenta euros...doscientos cincuenta euros...-me decía mientras se abría la puerta de la cochera- ¿de donde saco yo doscientos cincuenta euros para febrero? ¡Y eso sin microchip! Oh, Señor, en qué hora rescataría de la calle a esta puta gata..."

Subimos en el ascensor. Ella maullando y yo pensando en que iba a darme el palizón navideño de todos los años para pagarle su operación. Y eso con suerte. Suerte II, se llama la puta, que no me compliqué cuando me pidieron un nombre que nunca utilizo para registrarlo. Mi primer gato se llamaba oficialmente Suerte, aunque pocas veces lo llamaba así. Cincuenta pavos me costó castrarlo. Y no recuerdo tantas vacunas ni tantas mierdas. Era mucho menos jodeor, le gustaba estar a su aire, no necesitaba estar conmigo constantemente, ni dormir en mi habitación nada más que algunas noches de invierno. Era un gato duro, digno, naranja como el sol, de ojos como la buena miel y una pequeña mancha al pie de su blanca patita derecha...¡Ah, Suerte, Suerte...cuanto te echo de menos, Godofredo! 

Esta ya tuvo que dormir conmigo la primera noche. Bueno, era normal; la había recogido de la calle esa misma tarde y tal, toda asustada, yo no sabía si era hembra o macho o fluida, sólo que estaba acojonada y no dejaba de entrar al maldito bar por más veces que la echara a la calle. En fin...que las noches que siguieron no hubo manera de dejarla fuera de la habitación: tenía que dormir conmigo o allí no dormía ni Dios. Y bastante tengo ya con los vecinos.

Ahora, con el frío y mi obligado control de la calefacción que hoy acabo de estrenar, se mete hasta entre las mantas que le abro para que deje de darme el coñazo sobre mis hombros. Le hago un hueco y entra disparada. Se acurruca en mi estómago y allí se queda, sin moverse hasta que lo haga yo cuando no me queda más remedio, que no hay cosa peor que molestar a un gato cuando duerme. De vez en cuando estira su garra encogida y acaricia la mano que no agarra la almohada, como asegurándose de que estoy ahí, de que no me he ido, de que ya no hay Brutus por los que preocuparse salvo alguna que otra salida imprevista y no demasiado terrible...

Después nos despertamos, me ducho y mientras intento ponerme los calcetines para irme a trabajar y ganar dinero con el que mantenerla me muerde los pies desesperada hasta que el golpe es demasiado fuerte para los dos.


Es viernes, primero de diciembre. Hoy empiezan las cenas de empresa. La gente que no suele beber no sabe como hacerlo. Pero lo hacen. ¿Hay alguna otra forma de estar en público cuando ya sólo quieres estar en privado? La hay, sólo que no tienes que jugar.


Acabo de bajar a un recado. La gata está dándole duro a lo que queda de uno de los sofás. Son ya trece los años y dos los gatos que han soportado. Ayer tuve que ponerme un par de cojines para ver a Sherlock Holmes sin que las costillas me mordieran. Tardo un poco en darme cuenta de las cosas. Pero al final, cuando menos se espera, lo hago.


El recado está al alcance de mi mano y Dalila empieza a olerme los pies antes de atacarme por cualquier flanco: objetivo, la mesa y todo lo que hay en ella. Es la única zona del piso, del mundo, que no le dejo monitorear a su libre instinto. Pero Ginger crece a pasos agigantados. Ya casi tengo que ponerme prismáticos cuando me siento en el sofá para ver a Sherlock. Suerte I pasaba de todo mientras yo veía El Resplandor.


Primero de Diciembre. Pronto llegará la Navidad. El Hijo de Dios nació de una Virgen y nos perdonó con su muerte. Un tío noble. Un tío valiente. Un tío que sabía como beber. Un tío que algún día me enseñará donde me equivoqué.


- Mira, Kufisto, aquí fue


- ¡Ah, sí...!




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