miércoles, 18 de octubre de 2017

OSCAR

De frente estrecha y mirada fija, pequeña cabeza y sonrisa torcida, Oscar era uno de esa clase de tipos a los que la gente prefiere evitar aún sin conocerlos.

Cuando tuve que tratarle él andaría por los treintaipocos. Ya estaba divorciado y su hijo vivía con la madre. Por entonces andaba de pastor, cosa que casi podría advertirse a simple vista por su cara curtida por el sol. Extraña cara aquella, pues pareciendo mayor de lo que en realidad era seguía conservando un acusado tono jovial, travieso, que unido a su pequeña estatura y a la falta de corpulencia habría podido llevar a error a cualquiera que pensara vérselas con él: hay lobos que a la hora de la verdad maúllan y gatos que llegado el momento rugen. Y Óscar era uno de estos.

En el viejo bar todos lo conocían menos yo. Venía poco y siempre por la tarde, a la hora del café. Llegaba, pedía el suyo y se quedaba ahí, solo, acodado en la barra con su sempiterna media sonrisa, mirando a los viejos jugar a las cartas. A veces se sentaba con ellos como mirón. Y si algo no le había cuadrado una vez finalizada la partida lo decía bien alto, con aquella voz brutal tan acostumbrada a tratar con bestias. Los viejos no solían hacerle mucho caso y empezaban otra tras el breve intercambio de comentarios. Se jugaban cuatro perras que según como y de qué manera parecían millones: el orgullo de un hombre es lo último en morir; como si tu sombra, ya tan alargada por el sol de poniente, se riera de ti desde el otro lado del seco canal, quince o veinte metros más allá, viendo tu pesado andar mientras ella se desliza entre tierra, hierbajos y chinarros tal que tú cuando tenías diez años y no había más sombras que las chinescas de tu abuela en la pared de su dormitorio...Luego se apagaba la luz, todo era sombra y había que dormir.

Oscar llegó una tarde y me vio con el tablero de ajedrez.

- ¿Juegas al ajedrez, Kufisto?
- Sí
- ¿Y estás jugando solo?
- No, coño -dije yo- Estoy viendo una partida de maestros

Me miró extrañado, como sin comprender.

- ¿Echamos una? -dijo
- Vale -dije. Y se sentó conmigo en una de las mesas de la terraza del bar.

Le gané varias veces. No jugaba del todo mal. No tenía ni idea de teoría pero tampoco hacía jugadas estrambóticas. Era como si tuviera claro que las piezas están para algo, no de adorno. Y él las desarrollaba y las ponía en marcha, aunque no siempre en las casillas correctas. Pero les daba vida, que es lo que hay que hacer aunque no sepas como lo hicieron otros antes que tú.

- ¿Pero ese sabe jugar al ajedrez? -me preguntó mi tío, con aquella pachorra que tenía, una vez que hubimos acabado.
- Pues sí
- Anda con Dios...¿y te ha ganao?
- No, coño
- Ahhh...-y dio como un suspiro de alivio. En los pueblos se suspira mucho.

Oscar se picó y empezó a venir más a menudo al olor del tablero. Se olvidó de los viejos y se venía conmigo. Había una hora en la que podía dedicarme a ello y eso hacíamos. Trabamos una cierta amistad. Yo no lo veía tan malo como lo veían los demás. Jugábamos y charlábamos. Sí, podías sentir su mala leche, su mala follá, pero jamás me montó ningún número como a veces lo hacía con las partidas de cartas de los viejos. Él perdía una y otra vez, yo le explicaba donde se había equivocado y volvíamos a jugar. Y cada vez me costaba más.

Hasta que una tarde me ganó.

- ¡Te gané! -dijo- ¡TE GANÉ! JAJAJA...

Me alegré, de verdad lo digo. Me alegré porque me ganó bien, sin concesiones por mi parte. Pero cuando vi la cara de mi tío ante las exclamaciones de Oscar fue como ver a mi maestro de Matemáticas cuando le dije que iba a escoger Letras Puras en BUP.

Después de aquella derrota jugamos poco más. De hecho no sé si volvimos a jugar. Ahora que lo pienso creo que no. Ganó y se retiró. Como Fischer.

Luego yo tuve una mala racha en la vida y volvimos a encontrarnos en algunos tugurios que jamás hubiera pisado de no ser por estar como estaba. Y a no ser por él no hubiera salido con bien de alguno de ellos.

Una noche, hace años, ya en el nuevo bar, Oscar apareció bien pedo. Hacía tiempo que no lo veía y más´que hubiera deseado no verlo. Estábamos a punto de empezar con el jaleo de las copas del sábado noche.

- Hola, Kufisto
- Hola, Oscar

Fue la primera vez que lo vi borracho. O la primera en verlo sin estarlo yo.

- Ponme un cubalibre

Se lo puse. Él se acodó en mitad de la barra y empezó a soplar. Intenté ignorarlo pero él tenía ganas de hablar. Seguía teniendo aquella voz brutal, bestial, impropia de aquel cuerpo, como el de un gato con lengua de dragón.

Llegó la gente. Subieron mis pulsaciones. Todos le hacían hueco; ninguno le atosigaba. Era como si llevara un letrero sobre la cabeza. "No tocar" "Don´t touch"...

Fui a mear y al salir le vi hablándole a una niña de diez años que esperaba su turno en el servicio de señoras. Era la hija de una clienta, una tía más flamenca que Rocío Jurado con veinte años. No me dio tiempo a hacer nada cuando llegó su madre y la cogió para llevársela.

- Me gusta tu hija -le dijo Oscar a la mujer
- Sí, jajaja...-respondió nerviosa ante mi más absoluta estupefacción.
- Me gusta...

El miedo hace cosas increíbles.

La madre cogió a su hija y se la llevó.

- Oscar, no me jodas -le dije
- Quéee...
- Que no me jodas

Volvimos a nuestros puestos. Nos dejamos estar. Hay veces que tienes que hacerlo así. Hay veces que tienes que hacerlo así...

Se quedó hasta el cierre, hasta que mis hermanos se fueron por indicación mía y yo hice la caja.

Nos bebimos la última y cerramos el bar.

Ya en la calle me dio otro abrazo. Y arrancando mi coche con el Highway Star lo oí:


- ¡KUFISTO!
- ¡QUÉ!
- ¡¡¡YO TE GANÉ UNA VEZ AL AJEDREZ!!!


Sí.


Y ahora que lo pienso bien creo que me dejé.






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